Caracas, la misma. La posible

Son las nueve de la noche de un sábado de mayo y la plaza está repleta de gente. No llueve, no hace calor, el clima es fresco. Decenas de personas sentadas en el piso, en los muritos, en los banquitos, en los bordes alrededor de la pileta llena de agua cristalina.



Por Maru Morales P.

Caracas. No tienen intenciones de irse, al contrario, algunos están llegando a esa hora con la intención de pasarse allí un buen rato: las parejas se susurran palabras de amor; los papás corren ya sin energías detrás de sus hijas pequeñas; las madres se sumergen en otra dimensión mientras amamantan a sus bebés; los hombres y las mujeres de más edad se contentan con el paisaje de gente; los fotógrafos buscan el mejor ángulo para captar la mejor imagen. Los anónimos se mezclan con los intelectuales y los convierten en parte de la masa.

Escritores, músicos, directores de cine, críticos de arte, dramaturgos pierden su nombre al compartir el mismo asombro ciudadano con la gente sin libros publicados, ni obras premiadas, ni nombre universal.

De izq. a der: Aquiles Báez, Alberto Salcedo, Alberto Barrera,
Francisco Suniaga, Ibsen Martínez y César Miguel Rondón

No son los indignados de España. No es la Puerta del Sol. Es el público que aceptó la invitación a reunirse en dos plazas caraqueñas para disfrutar de un festín de libros, lectura, música, vinos, café, comida y cultura. Unos abarrotaron por diez días la Plaza Altamira y otros tomaron las calles de Los Palos Grandes por cinco horas y se concentraron en la Plaza Los Palos Grandes (ojalá pronto, Plaza Eugenio Montejo) en un ejercicio de ciudadanía poderoso.

En el escenario, los músicos intercambian esos gestos de complicidad que les permite avanzar en una pieza, detenerse, improvisar, sin hablar: una ceja alzada, una sonrisa, unos ojos muy abiertos, una boca apretada o abierta de par en par. Los sonidos del Taller de Jazz Caracas; las peripecias de unos trapecistas vestidos de Tío Tigre y Tío Conejo; las decenas de puestos de venta de libros para todos los gustos, convierten a la hostil noche citadina en un espacio de reconciliación.

Una semana más tarde, las lecturas dramatizadas en una esquina; la música de cámara en la siguiente; la degustación de café en un local; la disertación de un cuarteto de escritores, un músico y un periodista sobre el poder de la palabra y su relación con la música; un niño de 5 años que se llama el Volcán del Caribe porque cuando toca los timbales "siente como una explosión por dentro"; el sabor del Guajeo de Alfredo Naranjo en una plaza limpiecita hacen a los asistentes sentirse como en otra ciudad, en otro país.

Dolores, el cantante de Guajeo

Pero no es otra ciudad ni es otro país. Es Caracas, la misma de ayer y la misma de mañana sólo que un poquito más humana, más ciudadana, más de la gente, más ciudad. Más posible.

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